Contra el paisaje




“Desde lo alto Chinchilla / se ve La Roda, / Albacete y Almansa, / la Mancha toda”, proclama con entusiasmo la más popular de las seguidillas manchegas. Y lo hace con la alegría del pobre, que a falta de algo mejor, se conforma con la sensación de poder que confiere el mirar a lo lejos, hasta que la vista se pierde.
Riqueza para el espíritu, nada más y nada menos. Riqueza tan antigua como el Nuevo Testamento, cuando el diablo tentó a Jesucristo subiéndolo a una montaña y ofreciéndole todos los tesoros que se abarcaban desde la cima a cambio de que se le arrodillase. Qué tentación tan hermosa. Cuando uno mira a lo lejos, sin obstáculo, hasta que el paisaje se difumina al fondo entre tonos añiles, le dan ganas de arrodillarse porque obtiene una promesa de futuro, de aventura. La promesa de un viaje que tal vez nunca emprenda, pero que está ahí, disponible.
Creo que fue Nietzsche el que escribió que la belleza es una promesa de felicidad. Y con ese leve atisbo en la mirilla salen a la carretera cada fin de semana, a la menor ocasión, miles de personas que han vivido durante la semana con la vista prisionera entre papeles, pantallas de ordenador, tabiques y fachadas. Tal vez ellos no saben con certeza lo que buscan; su mirada sí lo sabe. Y ante la costa se ha disparado sin freno, durante décadas, una pugna entre los edificios por ser más altos y dominar con sus ventanas, centímetro a centímetro, un espacio desde el que contemplar no el mar, sino el horizonte del mar. Una promesa de felicidad cimentada sobre hormigón y ladrillos, en un afán ingenuo por otorgar permanencia a una sensación efímera como un soplo de brisa.
No hace falta ir tan lejos. Me contaba Luis Carandell que el célebre escritor francés Jean Cocteau, asomado a la llanura desde Chinchilla, al ver la curva apenas perceptible del horizonte, no pudo contenerse y dijo: “por fin he visto la redondez de la tierra”. Una exclamación que hermana al autor de Les Enfants terribles con el anónimo autor de la seguidilla manchega y con cualquiera que se asome desde el barandal del castillo. El paisaje, que para ser paisaje necesita que lo miremos, permanece inmutable. Los que cambiamos somos nosotros, los que nos asomamos. Mirar el paisaje nos devuelve la posesión de nuestros sentidos: el de la vista, el del tacto del viento que nos acaricia el rostro o del sol que nos incendia la piel, del oído que se nos llena con el clamor del silencio, el olor de las hierbas y los pinos, el gusto de saborear el mismo aire. Mirar el paisaje nos devuelve lo que ya teníamos y no disfrutábamos por no pararnos a contemplar.
Estos días, en el Claustro Mudéjar de Chinchilla hay una exposición que se llama Contra el paisaje. No se llama así porque intente destruirlo, es que lo reconstruye de otro modo, huyendo de las convenciones del arte y de los conformismos de la naturaleza herida. Siete artistas, en diversas disciplinas, pintura, escultura, fotografía y cine, nos sacuden para que al mirar hacia afuera nos miremos por dentro. Y mirarse es ser consciente de lo que miramos. De que miramos desde los sentidos. Simplemente con que nos preguntemos si nos está gustando lo que vemos, ya estamos evaluando algo en lo que no solemos reparar: nuestra noción de la belleza, la labor de nuestros sentidos, lo que tiene valor aunque no tenga precio: ver, oír, sentir, emocionarse. Nosotros mismos somos el paisaje, en la medida en que disfrutamos del paisaje.

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